- La nueva película de Damien Chazelle es un relato sobre soñadores tan esperanzador como melancólico, contado a través de un musical construido con magia cinematográfica pura.
«¿Cómo serás un revolucionario si eres tan tradicionalista?» pregunta el personaje interpretado por John Legend, ya entrados en la película. «Te aferras al pasado, pero el jazz es sobre el futuro».
La La Land: Una historia de amor abraza el pasado del cine para construir su relato contemporáneo, y el jazz es, precisamente, su leitmotiv: no sólo marca la pauta para varias piezas de su excelente banda sonora, sino que uno de los protagonistas, Sebastian (Ryan Gosling) es un apasionado jazzista que añora las viejas glorias de su música, reticente a sus renovaciones artificiales. El jazz en su forma pura, dice él, es siempre cambiante con cada interpretación, quizá una alegoría sobre la constante transformación de la vida ante cada decisión y desencuentro.
Tal es la historia de Sebastian, quien lucha por mantenerse a flote tocando mediocres melodías navideñas en un bar; y de Mia (Emma Stone), una actriz aspirante que va de una audición fallida a la siguiente, arrastrando un empleo como barista en Hollywood. Como es de esperarse, la pareja de frustrados artistas se conoce, se enamoran, y se impulsan el uno al otro a alcanzar sus añorados sueños.
La La Land retoma temas explorados en la cinta previa de Damien Chazelle, la aclamada Whiplash, retratando a unos protagonistas que buscan balancear sus relaciones y sus esperanzas con una implacable realidad que demanda sacrificios. Gosling y Stone derrochan química en su tercera colaboración juntos (luego de Fuerza antigángster y Loco y estúpido amor) en una producción cuyos elementos técnicos construyen a su emotividad, desde el uso del color en luz y vestuarios, conjugados con complejas coreografías y un maravilloso trabajo de cámara de Linus Landgren. Si algo es definitivo sobre el resultado final, es que las sonrisas son inevitables ante tal despliegue de magia cinematográfica.
Es aquí donde, como en el conflicto creativo de Sebastian, Chazelle mira al pasado para crear su propio ritmo: La La Land es un poderoso homenaje a la edad de oro hollywoodense, desbordante de la alegría de los clásicos musicales como Cantando bajo la lluvia (con evidentes guiños a ésta, por cierto), y un diseño de vestuario que recuerda a la era del technicolor.
Pero éste es un relato de nuestro tiempo, lo que se deja ver por la hibridación estética entre este pasado nostálgico y el paisaje urbano de Los Ángeles: la ciudad es gris, llena de embotellamientos, con grietas en el pavimento y edificios viejos que homenajean la tradición clásica de Hollywood. «Esta ciudad idolatra todo y valora nada», dice Sebastian en un punto. En un principio, la vida en la meca californiana del cine es retratada de forma idealizada, como una película en la que los sueños están al alcance del trabajo duro.
La potencia emocional de La La Land yace en la sutil crueldad de su mundo posmoderno: el romance se interrumpe por llamadas de celular, por el deterioro de películas viejas en el proyector, o por el precio de los sueños, tangible y real.
Pero sin duda, uno de sus logros más importantes será hacernos mirar hacia atrás por inspiración. En los tiempos que corren, cuando los deseos parecen ser aplastados, Emma Stone nos invita a seguir soñando, aun si el costo es elevado: «Here’s to the ones who dream, foolish as they may seem«.
¡Me encantó! Tanto así que estoy considerando verla de nuevo. Sus canciones y sus colores me hicieron sentir alegría, nostalgia y muchísima tristeza, ¡ni qué decir de sus personajes! Me encantaron esos momentos que parece tener Mia consigo misma, donde la iluminación que cae sobre ella es roja. Definitivamente entró a mi lista de películas favoritas.