- La más reciente cinta de Godzilla desecha la ridiculez hiperbólica del cine Kaijū, para regresar al monstruo a sus inicios como metáfora del pasado nuclear de Japón.
Una de las cosas que, infamemente, ha degenerado a la original Godzilla (Gojira) de 1954 entre el público occidental, ha sido la incapacidad de (casi) todas sus adaptaciones por captar su esencia. La americanización de 1956, Godzilla, King of the Monsters!, dio a conocer al monstruo entre el público fuera de Japón, pero tenía por preocupación poco más que su reportero norteamericano (Raymond Burr) cubriendo el destructor paso de la misteriosa criatura por el país del sol naciente. Ni hablar de la iguana gigante que perseguía a Matthew Broderick por Nueva York bajo la dirección de Roland Emmerich en 1998.
Godzilla de 1954 fue la respuesta de Ishiro Honda ante el tabú de Hiroshima y Nagasaki, en una época en la que Japón seguía recuperándose de las bombas que redujeron dichas ciudades a cenizas. El más icónico de los Kaijū (怪獣, término japonés para «bestia extraña») fue ideado como una alegoría sobre las bombas atómicas y, sobre todo, el cruel sinsentido de sus consecuencias. El fantasma nuclear que representa permanece indeleble en el imaginario colectivo nipón, y reiteró su presencia con el terremoto, tsunami y subsecuente desastre en el reactor de Fukushima en 2011.
Es en este contexto que Shin Godzilla (Shin Gojira, también conocida como Godzilla Resurgence o Godzilla Resurge) abandona los exagerados enfrentamientos de monstruo contra monstruo, y devuelve a la bestia una esencia que no había visto en más de cincuenta años, como encarnación de la amenaza nuclear latente.
Este reboot (¿o remake?) de los directores Hideaki Anno y Shinji Higuchi (Neon Genesis Evangelion) también comparte con la versión de 1954 su contenida espectacularidad, optando en su lugar por retratar los sucesos de índole humana en torno al súbito surgimiento de una gigantesca criatura que, como poco después se descubre, ha alcanzado una acelerada capacidad evolutiva luego de consumir desechos nucleares en el mar. Aunque diferente de la historia original (donde Godzilla despertaba de las profundidades por las pruebas de armamento nuclear en el Pacífico), igual mantiene su carácter «atomofóbico».
Godzilla, de hecho, encarna tanto terremoto, como tsunami y reactor nuclear en esta entrega, al sacudir la costa japonesa con su aparición en el océano, para luego reptar en su inexplicable camino hacia Tokio mientras derrama radioactividad y levanta pilas de barcos y concreto a su paso. Es aquí donde Shin Godzilla pone un pie en la sátira, retratando a un Primer Ministro y a su séquito completamente incompetentes para gestionar la crisis que les ha explotado en las manos, entorpecidos por sus propios protocolos e intereses políticos. «Respeta a la burocracia, es el fundamento de la democracia», dice uno de los funcionarios en un extenso montaje de juntas y comités, editado con tal dinamismo que resulta mucho menos aburrido de lo que suena.
Estos intercambios son uno de los principales atractivos de esta cinta, aunque repelerá a quienes esperen acción y escombros volando en todo momento. De hecho, Godzilla mismo no aparece en acción ni por una cuarta parte de las dos horas de película. Su lugar lo ocupan diálogos en las oficinas de gobierno japonesas, en referencia al lugar de Japón en el mundo, su relación con Estados Unidos y los organismos internacionales.
Esa es la plataforma que adopta la cuestión central de la trama, ¿debe Japón ceder y aceptar ayuda internacional para aniquilar al monstruo, a costa de vislumbrar el hongo atómico sobre su capital? ¿O puede, mediante valentía y sacrificio colectivo, enfriar al reactor nuclear viviente?
Puede que no sea tan espectacular como su similar americana, el remake de Gareth Edwards de 2014. Sin embargo, mucho más que esta última y todas las que le preceden, este es el auténtico regreso de Godzilla (o, mejor dicho, Gojira) a su tierra natal y a su génesis simbólico. El último cuadro de Shin Gojira queda como poderosa constancia de ello.