- Wes Anderson consolida su estilo cinematográfico con su distopía animada en stop-motion.
Poco puede decirse de nuevo sobre el estilo de las películas de Wes Anderson, tan identificable que algunos, mitad en broma y mitad en serio, han tildado como «un género en sí mismo«. Aun sin saber el nombre del director, común denominador ya de nueve largometrajes, sería sencillo para muchos espectadores identificar las constantes de encuadres simétricos y bidimensionales, aderezados con paletas cromáticas tan extravagantes como los personajes que las habitan.
Además de demostrar la maestría alcanzada por Anderson en la animación stop-motion, en la que incursionó primero con El Fantástico Sr. Zorro, si algo hace Isla de perros (Isle of Dogs) es consolidar el estilo cinematográfico del cineasta texano sin importar el género o técnica para crear su discurso: su nueva producción animada es tan consanguínea de Sr. Zorro, como ésta de todas sus congéneres filmográficas.
Casi como en lista para palomear, Isla de perros retoma múltiples elementos estéticos y narrativos de sus predecesoras. Un protagonista infantil (o, en su defecto, inmaduro o con melancolía por la niñez), panoramas exóticos del extranjero, encuadres de construcción meticulosa, diálogos de impavidez irónica, Bill Murray o Jason Schwartzman involucrados en alguna capacidad, figuras paternas sustitutas… todo está ahí. Incluso si, en esta ocasión, dicho padre sustituto tiene hocico y cuatro patas.
En este nuevo mundo andersoniano, construido con maquetas a partir de un pastiche anacrónico de la cultura japonesa, el conflicto gira en torno a los perros y su exilio de la ciudad ficticia de Megasaki al vertedero de basura en una isla, para así evitar una supuesta epidemia de «gripe canina».
La medida es ordenada por el Alcalde Kobayashi (Kunichi Nomura), adorador de los felinos, y desafiada por su sobrino y pupilo, Atari (Koyu Rankin), un niño de doce años que roba una avioneta y viaja a la isla de basura en busca de su perro guardaespaldas y amigo, Spots (Liev Schreiber). Ahí, es auxiliado por una jauría de canes domesticados y un aguerrido perro callejero, Chief (Bryan Cranston).
Sin duda el recurso más notorio, explicado al arranque del filme, es la «traducción» de los ladridos al inglés, mientras que los personajes humanos (con excepciones) hablan un japonés indiscernible para el espectador promedio. Si bien éste es uno de los aspectos que más críticas ha merecido a Anderson por su tratamiento de la cultura extranjera, queda claro que lo emplea sin malas intenciones para acentuar la brecha de lenguaje entre humano y perro, y así colocar a la audiencia en la piel de los caninos. Salvo las instancias en que interviene la traductora (Frances McDormand) o la estudiante de intercambio, Tracy Walker (Greta Gerwig, en el papel más problemático del filme); todo diálogo humano es enunciado en japonés.
Así, la perspectiva que más peso tiene en el relato es la de los personajes perrunos, y es en este nivel que Isla de perros se convierte en una maravillosa fábula que, en la superficie, es sobre un huérfano, su perro, y la inquebrantable lealtad entre ambos. La historia, llevada de manera magistral con saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, tocará las fibras sensibles de todo canófilo.
Sin embargo, la película invita otras lecturas que quizá no son intencionales, pero resultan oportunas por su año de estreno (comenzó su desarrollo en 2015). En un contexto de estados con discursos de nacionalismo e incluso xenofobia, impulsados por la intolerancia, Isla de perros se convierte también en una fábula sobre la intolerancia y la discriminación para nuestros días, completa con campañas mediáticas de difamación y demagogia. Para mantener la tradición de su filmografía, Anderson entrega un cuento para adultos en un empaque para niños.
Por el contrario, la subtrama de la rebelión en Megasaki es un poco menos efectiva, en parte por la suplantación de Atari en favor de Tracy y sus investigaciones (asunto que ha incitado otra serie de acusaciones hacia Anderson). Independientemente de los debates sobre el estereotipo del «salvador blanco», el argumento de las teorías de conspiración pierde peso cuando se recuerda que, desde un inicio, se sugiere con muy poca sutileza que el exilio de los perros es motivado por el fanatismo hacia sus contrapartes felinas.
Más allá de las críticas por su posible apropiación de la cultura japonesa (asunto que merece un análisis mucho más cuidadoso antes de emitir sentencia), Isla de perros es una obra maestra de la animación stop-motion, y una fabulosa historia con tintes satíricos de nuestra actualidad intolerante. Que resulta poco original contra los previos trabajos de Wes Anderson, también. Pero pocos cineastas pueden presumir un estilo así de característico, y tan contundente para reflejarnos y conmovernos con nuestros amigos caninos.