“Pobre puto”, dijo una voz masculina en la fila de atrás, entre risitas. El comentario coincidió con una escena especialmente tensa para Einar Wegener, quien se identifica como Lili Elbe, interpretada por Eddie Redmayne en La chica danesa.
Al mirar sobre mi hombro vi a un hombre de entre veinte y treinta años. Él y su novia, más o menos de la misma edad, cuchicheaban y reían contenidamente, probablemente pensando en no molestar demasiado al resto de la sala. El buen hombre seguramente se creyó compasivo por iniciar su comentario diciendo “pobre”, quizá sin darse cuenta de lo ignorante que lo haría sonar el resto. Y uno quisiera que se tratara de un caso aislado, pero en una función con asistencia menor a la veintena de personas, los comentarios incómodos y las burlas descaradas parecían ser la regla. En pleno siglo XXI debería de ser la excepción, considerando que Lili Elbe vivió hace casi cien años.
¿Y a qué viene todo esto? Apenas hoy tuve oportunidad de ver La chica danesa, a pesar de que ya tiene una semana en las carteleras mexicanas. Sin embargo, hace unos días pude leer este artículo del sitio español eCartelera, y pasa lo mismo al otro lado del charco: no parece que el público esté del todo preparado para enfrentarse a historias relacionadas a identidades transgénero y transexualidad, a juzgar por las constantes burlas y comentarios peyorativos.
Claro que puede ser peor, si consideramos que en países como Qatar la cinta ni siquiera se exhibirá, tachada de perversa. La controversia viene en un año en que la historia de Caitlyn Jenner fue de las más sonadas (al punto de ser candidata a Persona del Año de Time), y uno pensaría que la exposición de la comunidad LGBT en el mainstream sería señal de que progresamos en dirección de la tolerancia y el respeto… pero no. Nos limitamos a decir “puto”.
“Puto” es propio de la cultura en un país donde la identificación con la propia masculinidad desbordada es lo único verdaderamente aceptable. Entiéndase, entonces, el machismo, homofobia y transfobia que suelen permear a la cultura mexicana. Y como con todas las fobias, y su inherente irracionalidad, rechazamos y trivializamos aquello que no comprendemos. “Puto” no podría ser un término más ilustrativo de lo atrasados que estamos en el tema.
La exposición generalizada podrá contribuir a la normalización del tema, pero no la garantiza: la tolerancia es el primero paso. “Al menos no censuraron la película”, podríamos congratularnos. Es cierto. Pero no nos engañemos: en un país donde el machismo y las citadas fobias siguen tan enraizadas en pleno siglo XXI, queda mucho trabajo por hacer para que, al menos en futuras generaciones, todos nos podamos aceptar los unos a los otros como seres humanos.